bajo las piedras invernales

Unas hojas de un diario, un garabato o lo que fuere que me alcance el recuerdo de Melina es una espina invernal de lágrimas congeladas, que se va asimilando a mi garganta. Y lo es más ahora que nunca, ahora que sus pasos están tan lejos de mi destrozada realidad, de está única lámpara que dejaré de ver mañana, de este sepulcral trozo de soga, y de éste pequeño, arrugado y mugriento departamento, que es lo único que tengo y que no he podido mantener siquiera. Mis otros Walteres replicados, nacidos de mis sueños, andarán por allí, tal vez con ella, con Melina, o con otras más actrices y más griegas. Yo estoy con la soledad a cuestas, humillado por las boletas ya vencidas y por el azul monótono de la habitación.
Es horrible pensar, es horrible mi hosca respiración, y el triángulo de tristeza amenazador en mi pecho. Yo no sé, Melina, si supieras vos lo que te he amado, si hubieras despojado las tímidas chapas superficiales de mi cuerpo, si hubieras sabido lo mucho que te he soñado, te he dibujado, desdibujado y vuelto a dibujar, las muchas veces que te he perseguido y vigilado, yo no sé. Pero lo único que me queda es lo insuficiente, lo eternamente improbable, y el recuerdo de mis luchas por intercalar en las servilletas del bar, dos letras, una M y una W, tan simétricas como nuestras vidas introvertidas y auténticas.
Me acuerdo cuando me enteré que me querías y me quedé nada más como estoy ahora, parado con la mirada estúpidamente hacia abajo, con un dulce dolor en la columna y en los párpados, casi tan dulce como este análogo compás de círculos concéntricos, en este ladrillo de vértices monocrómicos. Y vos, Melina, mi reina, te cansaste, me empezaste a odiar y yo me reprimí cuando ya tu lujosa casa comenzaba a tener un lúgubre aspecto distante, un olor material insoportable, algo no perteneciente o determinado. Y yo me sentía cada vez más felizmente tonto ante tu indiferencia, y tus padres, Melina, qué cariño tan irónico tenían conmigo. Sobre todo tu madre que hacía notar mi apellido, mi humilde oficio y mi estúpida manera de internarme en el silencio, como ahora, que me sumerjo más y más en esa bolsa de sufrimientos que he conseguido y estoy lamiendo solo, con los ojos cerrados y llorando.
Melina ya es un nombre con el que juego en la penumbra azulada, es un personaje mitológico con gusto a miel y está escrito en cada centímetro cúbico de mi carne aterida. Varias veces me he preguntado por qué no te he entregado los tantos poemas que he escrito, los tantos pensamientos o instantes -sin relieves ni forma, ya- que guardo en este cuarto de porquería. Y si no he podido salir del dominio de tus ojos, por qué me he humillado pensando que te verías mejor de la mano de otro hombre en una góndola veneciana. Por qué en tanto tiempo te he conocido tan poco y te he entrevisto demasiado. Te veía muchas más veces cuando estaba solo que cuando estábamos juntos. Y cuando quedábamos a solas yo resistía ese silencio, y vos Melina, te alejabas, y no escuchabas los gritos de mis ojos. Es inerte mi existencia si por mis sueños simplificados, conjugados tan perfectamente en una sola mujer, no puedo luchar.
El círculo de soga va quemando uno a uno los recuerdos y en su inmenso coraje se encuentra paradójicamente, como en mi alma, una incesante cobardía. Pero ya todo es tarde e irrecuperable. Me molesta respirar, me molesta el reloj, me molesta estar vivo. El banco que me sostiene comienza a hamacarse. Y hay un solo instante que divide la vida de la muerte, un instante de susto, de incertidumbre, pero ya todo es demasiado tarde. Pero no, debo resistir, debo sorber más de este sufrimiento.
Con las manos firmes en la soga retengo la respiración. Inesperadamente, los golpes de la puerta, como ondas van disipando la niebla de tristeza del recinto. Sin moverme, la puerta se abre tímidamente y aparece Melina, que con los ojos abiertos se queda mirando mi mundo triste y arruinado. No logro articular ninguna palabra, me quedo con mi soga atada al cuello, reclamando una estúpida indulgencia. Melina se acerca despacio, y se parece a una azucena caminando por el barro, y llega hasta mí y me mira.
-Pensé que te habías ido con otro –logro pronunciar
-No tenés que hacer esto –dice mientras me acaricia el pelo ondulado y me quita la soga del cuello.
-No sé por qué no te lo he dicho antes, pero tenés que comprender Melina, yo nunca he amado así, tan apasionadamente, tenés que creerme.
Melina troncha su mirada hacia el banquito, y después de sorber mis palabras me hace bajar, y yo la abrazo tan fuerte que comienzo a llorar. Después nos miramos.
-No me importa que no haya pasado nada y que nos hayamos demorado, a mí me importa haber estado enamorado y éso es lo que vale realmente. Decíme que no y acabemos con todo esto, Melina, tal vez, si emana de tus labios, mi alma se convencerá de que es así y podrá andar libre como siempre.
-Por qué te has puesto piedras en el camino Walter, por qué preferiste sufrir cuando podríamos haber estado caminando por las calles bajo la envidia de los ojos invernales... Sin embargo, somos muy parecidos, y nuestro destino es fatalmente hermoso, pero por qué todo tuvo que ser así, por qué, por qué.
Sus preguntas comienzan a gotear y sus ojos castaños y grandes se sienten celosos y lloran.
-Dame una oportunidad, Melina –susurro a sus oidos-, dejáme demostrarte lo mucho que te amo. Vos me amás, no me has olvidado, ¿no es cierto?.
El rostro de Melina tiene el olor al verano, el tímido aroma de los pinos. Su amor se despierta y mancha sus ojos que evitan dulcemente los míos.
-Melina –le digo en tono enamorado- entendé que mi corazón tiene mucho que decir. Quiero que de una vez por todas nos conozcamos, quiero salir a la calle y gritar que mi amor es tuyo, Melina, y tu amor es mío, y que nadie podrá separarnos.
Los dos salen por la puerta, dejando atrás el cuarto enfermo, tan azul y tan invernal. Todo lo que dejan atrás resulta onírico; la soga, el banquito, y el diario desparramado se han esfumado con el golpe de la puerta. El vacío y el silencio cotidiano, han quedado grabados como en una fotografía.


Después de cuatro días, decidieron abrir la puerta. En una horrorosa quietud, un hombre colgaba de una cuerda con los ojos abiertos y tan tristes como la lluvia. Las hojas de un diario, que anunciaban el atroz asesinato de Melina del Valle, se encontraban desparramados por toda la habitación.

No hay comentarios: