pandora

Se habla de catorce caminos que llevan a la ciudad de Pandora. De más está decir que su ingreso está prohibido por los dioses a los hombres. De sus intentos cuida un ser apodado el ángel de las llaves quien las posee en quién sabe qué eterno pozo de tinieblas.
Apenas uno atraviesa el espeso bosque que cubre las cinco montañas que bordean la ciudad, se descubre un vasto paisaje verde, manchado por varias sombras, como fantasmas de génesis indeterminables. Dichas hierbas, que apenas superan el metro y medio de altura, son interrumpidas por innumerables lágrimas que descienden desde puntos indefinidos de las montañas, se entrecruzan y conjugan en otro punto situado a lo lejos, eclipsado por arbustos, cuyas sombras se tronchan misteriosamente sobre las piedras blanquecinas que anuncian la llegada a la aldea.
Allí es cuando se comienza a invadir el verde silencio. Los habitantes, en sus faenas campestres, cubiertos por ropajes que oscilan entre pardos, ocres y grises, irradian una espesa animosidad. De ellos recuerdo principalmente dos cosas: en primer lugar, el respeto por el sosiego y la soledad tanto propios como ajenos, y segundo, la indiferencia en su trato para con los extraños, esto a pesar de que su aspecto es lo bastante disímil con respecto a los que los visitan como para asombrarse o amilanarse: su estatura corresponde a poco más de la mitad de un hombre adulto y su rostro, especialmente sus ojos, conservan una clara inocencia pueril.
Las pequeñas lagunas, que abundan en diferentes sectores de la aldea, reflejan el brillo de los vitrales celestiales, avivados por un sol eterno y omnipotente, pero a la vez indefenso, que pareciera encontrarse detrás. Las viviendas se sitúan de manera tan informe que resulta casi imposible describir el asentamiento. En las puertas de cada una de ellas, están talladas las palabras “haz lo que quieras”. Ésa es la única obligación de los lugareños.
Preparan sus desayunos a la hora que desean, se acuestan a la hora en que el cansancio se cuelga de sus párpados. De noche duermen poco, sin embargo efectúan pequeños períodos intercalados de siestas durante el día. Es frecuente, desde la infancia, que los pandorienses realicen pequeños viajes en busca de soledad. Por ello es bastante prosaico encontrar a uno de ellos en profunda cavilación o tal vez dormitando bajo un árbol, en lo más profundo del bosque. Muchos de ellos dedican toda su vida a pensar en el bosque. He intentado indagar acerca de las actividades que realizan allí, pero sólo he conseguido saber que éstas son muy subjetivas y están íntimamente relacionadas con el interior de cada uno, y con el vínculo entre éste y lo que lo rodea. Las actividades pueden variar desde intentar comunicarse con las estrellas hasta componer una música con la naturaleza.
El trato con su familia es el mismo que el que mantienen con sus amigos o con un extraño. No realizan casi conversaciones personales y su comunicación se basa fundamentalmente en hechos, actitudes y expresiones corporales, tales como bailes y ademanes. Tienen muy desarrollado los sentidos y, por sobre todo, confían en su poderosa intuición.
Los bailes en grupo se realizan una vez que oscurece. Cuando el conocimiento de las noches de Pandora lo invaden a uno, ya no ve el fuego independientemente de la música y los rostros alegremente báquicos.
En Pandora he comprobado que no existe el tiempo, más que el que dicta el astro.
De la prohibición de su ingreso a los hombres hablan dos teorías. Según la primera, los dioses, para contrarrestar la bendición del fuego efectuada por Prometeo, mantuvieron oculta esta cuidad por el ángel de las llaves. La otra propone que los dioses olvidaron la traición de Prometeo, el ángel la olvido, él mismo la olvidó también. Algunos hombres, guiados por su esperanza, pudieron vencer a lo inexorable, pero quizás nunca distinguieron el sueño de la vigilia, nunca quisieron abrir los ojos a la verdad.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hermosas imagenes,me encantaron las descripciones. Las dos cosas me llevaron al lugar...
Saluditos
Beatriz